lunes, 30 de noviembre de 2009

Charles Bukowski RESEÑA BIOGRÁFICA

Soy la orilla de un vaso que corta, soy sangre
Charles Bukowski cuando le preguntaron su nombre al ir a sacarse el carné de identidad, a los seis años




¡Eh, tú! ¿Tienes una botella de vino por ahí?


Me llamo Charles Bukowski, pero puedes llamarme Hank. Nací en el asiento trasero de un taxi en las afueras del Berlín de los años veinte. No es el mejor sitio para nacer. Tenía una resaca lamentable, o tal vez fuera el síndrome de abstinencia adquirido por cortesía materna, el caso es que para cuando llegamos al hospital ya tenía la cabeza como una maraca brasileña. Aquellas enfermeras eran horrorosas, empecé a darme cuenta de que la suerte no sería un factor con el que contar durante el transcurso de mi vida. Mientras me metían en una especie de pecera ridícula, oía a mis padres comentando la jugada.

- Menuda pinta que tiene. Habrá que ir pensando en el nombre, ¿no?

- A mí no me líes. Pregúntale a su padre, si es que le conoces.

Mi padre nunca tuvo sentido del humor, creo que no pretendía hacer ningún chiste. Más adelante comprendí que probablemente llevara razón.

Mi infancia no fue una infancia al uso, ya sabes, esos críos de la televisión. La cosa no empezó del todo mal; mi madre se dio cuenta de que resultaba mucho más sencillo dormirme si le añadía un chorrito de ron a mi biberón de la cena. Pronto conseguí convencerla para que añadiera aquel chorrito también en el biberón de las comidas. Más adelante descubrí otros usos no menos gratificantes con aquel biberón. La lactancia estaba descartada; aunque mi madre hubiera sido capaz de soltar algo por aquellos pellejos, probablemente habría sido detenida por tráfico de estupefacientes y corrupción de menores. Pensándolo bien, desde este punto de vista, la lactancia tampoco habría estado nada mal, y habríamos ahorrado una barbaridad en ron.

El caso es que a mí me salieron pronto los dientes, y algo había que morder. Dicen que es imposible que un hombre pueda acabar con su vida usando solamente su propia dentadura. A mí me hubieran bastado los dientes de leche. La tercera vez que me ingresaron en Urgencias por heridas de mordedura salí de allí con un bozal de perro y unas correas de seguridad rodeándome la cabeza. Hoy, cualquier loquero pervertido del tres al cuarto me hubiera diagnosticado una fijación oral o algo por el estilo, pero por aquel entonces yo sólo era un puñetero crío chiflado al que había que atar bien corto. De todas formas, la Primera Guerra Mundial acababa de terminar, y las únicas opciones a considerar eran abandonar el país o hundirse en la miseria y sentarse tranquilamente a esperar la muerte fumando cigarrillos. Desafortunadamente, mis padres optaron por la primera opción. Partimos en la bodega de un carguero inmundo rumbo a los Gloriosos Estados Unidos de América una soleada mañana de la primavera de 1923. A mí me llevaban metido en una caja. Por aquel entonces contaba tres años de edad, aún no había pronunciado ni una sola palabra y tenía más cicatrices en el cuerpo que la mayoría de los marineros de aquel barco. Al menos, el bozal se había quedado en tierra firme.


Nos instalamos en los barrios bajos de Los Ángeles, California, dispuestos a vivir el sueño americano en todo su esplendor. Mi padre ocupaba su tiempo buscando trabajo. Lo hacía muy bien, sabía exactamente cómo hacerlo para mantenerse en el paro la mayor parte del tiempo posible. Eso le dejaba tiempo para arrearme con el cinturón a sus anchas. Mi madre protestaba levemente desde detrás de su vaso de ginebra, allá en el sofá. Yo procuraba poner cara de imbécil y sonreir. Eso le sacaba de sus casillas, me arreaba con más fuerza. Yo me quedaba allí tirado, en el suelo, sonriendo, sangrando. Desde que tengo uso de razón, siempre he preferido los tirantes. Probablemente no tenga nada que ver. Probablemente, si mi padre hubiera usado tirantes, uno de los dos habríamos acabado colgando del cuello de las aspas del ventilador. Probablemente hubiera sido él.

Yo adoraba el colegio. El cinturón de mi padre y la viruela habían hecho su trabajo sobre mi cara bastante bien, lo que rápidamente me granjeó el afecto de todos mis compañeros. Era una oportunidad estupenda para conocer gente, ejercitar los puños, visitar hospitales. A mí lo que me gustaban eran los libros, y beber. Por aquel entonces ya le daba fuerte al whisky. Terminé la secundaria con un principio de cirrosis. El hígado es un órgano sorprendente, no importa cuánto lo maltrates, al final termina regenerándose. Hacía ya un par de años que había abandonado el nido. Trabajaba de vez en cuando, conocía gente, me las arreglaba bien. Me matriculé en Periodismo y Literatura en la Universidad de Los Ángeles. Aposté con un tipo a que aguantaría dos semanas antes de que me expulsaran. Aguanté dos años, anestesiado. Entonces me largué. Como he dicho, a mí lo que me gustaban eran los libros, y beber. Pero fundamentalmente beber.


Durante los siguientes años desempeñé los trabajos más variopintos, cada uno de ellos peor que el anterior. El trabajo dignifica al hombre; yo me convertí en el hombre más digno de los gloriosos Estados Unidos de América. Era un tipo afortunado: tenía una maleta. Quería ser Arturo Bandini, pero no quería parecer italiano. No todo se iba en cerveza, yo era un gran inversor, un conocido personaje en los mejores hipódromos del país. En ocasiones había suerte, una inyección de billetes. No recuerdo esos billetes, pero estoy seguro de que estadísticamente habrán tenido que caer alguna vez. Cuánto duraban era lo de menos; yo tampoco pensaba durar mucho. También había chicas, pagando o sin pagar. Pagar resultaba más barato, eso estaba claro. Viajaba en trenes, dormía en pensiones, la mayor parte del tiempo vivía en los bares.

Como era lógico, el dinero no abundaba, así que solicité un puesto en el servicio de Correos. Pasé tres años clasificando sobres en cajas, haciendo rutas diarias de ocho kilómetros a pie por los barrios bajos de Los Ángeles y huyendo de perros asesinos y de amas de casa desequilibradas. Buen momento para dedicarse en serio a la bebida. Me hospitalizaron con una úlcera sangrante en el estómago del tamaño de un puño. Había vomitado más de tres litros de sangre y nadie me quiso acercar ni una miserable cerveza. Me preguntaron a dónde quería que enviasen mis cosas. No me preguntaron si era donante, no había nada que aprovechar ahí dentro. El cura que me enviaron tardó menos de cuarenta segundos en huir despavorido agitando el crucifijo. A las dos semanas salí del hospital y pedí una botella de ginebra en el primer bar que encontré abierto (era el bar del hospital). Después me pasé por el hipódromo, perdí hasta la camisa. No hay nada como sentirse en casa. Decidí empezar a escribir poesía. Batí el récord del mundo con la borrachera continuada más profunda jamás alcanzada por ningún ser humano. Yo mismo ostentaba aquel récord hasta entonces. Cuando me despejé de aquello, estábamos en el 1959 y llevaba dos años casado. Me divorcié inmediatamente. La resaca duró otros dos años. Después de eso, no pude menos que recapacitar sobre las consecuencias de mis actos, al menos durante algunos segundos. Después abrí otra cerveza.

Volví a la Oficina de Correos. Ya sabes, en la vida de todo hombre llega un momento en que debe adoptar un rumbo responsable, sentar la cabeza, buscar un trabajo estable. Yo traté de aplazar ese momento lo más posible, ahí reside la felicidad, ese era el secreto. Bueno, ahora tocaba volver de la felicidad a la Oficina de Correos. La felicidad tenía aspecto de cárcel y de letrina y de hospital. No era un retorno tan traumático.

Durante diez años me pudrí clasificando sobres en cajas, soportando a encargados sarnosos y a compañeros de trabajo demasiado borrachos o drogados como para darse cuenta de qué estaban haciendo con sus vidas absurdas. Yo era uno de ellos. Cobraba un cheque cada semana. Podía mantener a una mujer, así que lo hice. Ellas son buenas olisqueando esas cosas; enseguida saben cuándo un hombre está suficientemente aplastado por la mierda como para no darles demasiados problemas, mantener más o menos llena la nevera y hacerles un hijo, y no necesariamente por ese orden. Bueno, eso fue exactamente lo que me pasó a mí. No escribía ni una palabra; no habría valido la pena, teniendo en cuenta las circunstancias. Únicamente publicaba una columna semanal, "Notes from a dirty old man", en una especie de periódico independiente cuyo origen y medios de subsistencia siguen siendo un misterio para mí. No pude encontrar un título más adecuado. Parecía gustarles mucho, desde luego esos tipos debían estar rematadamente locos. Recibí varias cartas en las que algunos amables lectores me ofrecían atención médica psicológica de forma gratuita. También recibí bastantes amenazas de muerte, y alguna que otra proposición indecente, lo cual me parecía estupendo. De todas formas, estaba tan muerto como cualquiera en aquel trabajo, y la única diferencia era que yo podía notarlo.

Llegó un punto en que aquello no podía durar mucho más, así que no lo hizo. La mujer con la que vivía bebía demasiado; murió en el hospital del condado tras acabar con más de veinte botellas de vino en dos días; es comprensible: era su cumpleaños. Tenía cuarenta y nueve años cuando mandé al carajo la oficina de correos; elegí morir de hambre antes que volverme loco. Me dediqué por entero a la literatura, lo cual no era mucho decir, en mi caso. Un mes más tarde había publicado mi primera novela, "Post Office". Pensé en colocarle una advertencia al principio, de esas que dicen aquello de "...esta novela está basada en hechos reales...", etcétera, pero luego decidí que no haría falta. Ya era un escritor, como Céline, y Miller, y Hemingway. Solo que yo no era Hemingway, y desde luego, no me iba a volar la cabeza con una escopeta. En el peor de los casos, usaría un revólver. A partir de aquel momento, las cosas empezaron a ir menos peor.


Todo lo que necesité para sobrevivir desde entonces y hasta el fin de mis días fue una mesa lo suficientemente grande como para sostener la máquina de escribir, la botella de vino y el vaso, y a partir de ciertas horas de la madrugada, mi cabeza desplomada sobre la barra espaciadora. Es la mejor tecla sobre la que desplomarse: amplia, cómoda, y apenas deja marcas en la cara. Por algún extraño motivo que renuncio a tratar de comprender, siempre tuve la suerte de contar con alguna mujer que me mantuviera lo suficientemente cuerdo y razonablemente bien alimentado como para no sufrir la embolia cerebral que me venía mereciendo desde hacía mucho tiempo. Está bastante claro que Dios debe de ser un cabrón retorcido de bastante consideración, por suerte para mí.

Cayeron unos cuantos libros más; la crítica especializada no fue especialmente halagüeña conmigo. Por mi parte, yo no me hubiera perdonado otra cosa. Las expresiones "Basura irreciclable", "Papel higiénico" y "Pena de muerte" fueron una constante en sus alusiones a mis obras. Seguramente por las mismas razones, jamás me faltaron lectores, lo cual sí que me resultó bastante sorprendente, aunque algo menos una vez puestos a pensar en alternativas como la guía telefónica, Shakespeare o Tom Wolf.

Me volví a casar bastante más adelante, uno nunca acaba de escarmentar del todo. Me compré mi primera casa a los sesenta y cuatro años; mi asesor financiero me convenció de que se trataba de una forma más segura de invertir que las carreras de caballos. No estoy muy seguro de eso, pero me lo podía permitir. Seguía bebiendo como un cosaco, pero el casero ya no me podía largar a media noche por montar la bronca con los vecinos. Dios me había mandado a una mujer para añadir unos cuantos años a mi vida a base de vino de calidad, algo de sentido común y multitud de caldos y guisos diversos. Yo era un viejo indecente; ya no necesitaba nada más.


Me llamo Charles Bukowski, pero puedes llamarme Hank. Fallecí el nueve de marzo de 1994, una leucemia de mierda, ya sabes como son esas cosas. Si quieres saber algo más acerca de mi vida, puedes echar un vistazo a mis libros, aunque no te lo recomiendo demasiado. Recuérdame la próxima vez que te despiertes borracho y sin blanca junto a una prostituta coja colgada de crack. Bueno; no importa lo jodido que estés, siempre se puede caer más bajo. Mientras tanto, y hasta entonces, allí te espero con mi botella. Ya sabes, sé buen chico; al final eso es lo único que importa. ¿O no?



Charles Bukowski nació en Andernach, en Alemania, en 1920. Lo trasladaron a los dos años a Los Angeles, donde ha residido siempre. Su infancia estuvo marcada por constantes enfrentamientos con su padre y desaveniencias con su madre, en un entorno familiar acosado por la violencia, el paro y el enrarecido ambiente patriótico norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial. También estuvo marcada por una terrible infección de acné en la piel, que le dejó marcas en la cara para el resto de su vida, y por su afición al boxeo y a las bibliotecas. Durante muchos años sobrevivió en la jungla urbana, entre empleos episódicos, peleas y borracheras sin destino.Durante muchos años, y tras un breve paso por la universidad, se ganó la vida con trabajos manuales temporales, espaciados por los periodos de vacaciones que se tomaba cuando tenía suerte en las apuestas del hipódromo, afición que reflejó continuamente en su obra. Empezó a escribir cuentos muy joven pero, tras un primer relato publicado por una revista en 1944, abandonó la literatura por un espacio de diez años, en los que sentó los cimientos de su leyenda alcohólica.Empezó a publicar poesías y relatos cortos en revistas underground, hasta que a los 49 años, después de haber trabajado los últimos 20 en el servicio de correos (como repartidor), dejó el trabajo y se dedicó sólo a escribir, su fruto fue Cartero (1970), su primera novela. A ésta seguirían otras cinco, todas protagonizadas por Henry «Hank» Chinaski, alter ego del propio Bukowski. El éxito lo convirtió en escritor de culto y poco a poco su popularidad se extendió más allá del nuevo continente. Las lecturas de poesía y esporádicos viajes (uno de ellos a Europa, visitando su pueblo natal y reencontrándose con familiares lejanos) convirtieron sus últimos años de vida en una constante lucha contra la comodidad y el aburguesamiento, y fruto de ello publicó Peleando a la Contra, un auténtico testamento oficial y la auténtica biografía de Charles Bukowski.

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