Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un mostruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por dos partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos. “
¿Qué me ha ocurrido?”, pensó.
Pero esa pregunta no fue sino el comienzo de una larga serie de infortunios
Hay gente con suerte… pero yo no soy uno de ellos. Hay gente que camina acompañado de un amor, de un amigo, de un compañero, de un familiar, o incluso de una mascota… Yo no.
A mí no me acompaña nadie nunca. Si acaso, esa maldita frase que siempre anda tras de mí. Esa que dice: “¡joder, qué tío más feo!.
La habré oído un millón de veces. Quizás más, y siempre sale de una boca distinta.
A pesar de haberme acostumbrado a oírla aún sigue haciéndome daño. Sobre todo cuando es un niño el que la dice, acompañada de un llanto de pavor.
Soy el hombre del saco para esos locos bajitos con los que tanto me gustaría jugar… Pero no puedo acercarme a ellos.
Sí, es verdad… posiblemente soy el hombre más feo del mundo.
Ya cuando nací, el médico le dijo a mi madre que lo sentía mucho, que habían hecho todo lo posible pero...
- Doctor – le dijo mi madre muy seria, aún presa del cansancio posparto – dígame la verdad
- señora, no hemos podido hacer nada… Sigue vivo. Lo siento mucho
- ¿y no se habrá equivocado usted? – preguntó aún esperanzada la buena mujer
- no, señora… en serio que lo siento.
Con el paso del tiempo me he ido curando en salud… Digamos que al comprender que tienen razón al llamarme feo todo ha sido más fácil. Técnica de reconocimiento – la llamó el psicólogo.
Eres feo – me dijo el “pedazo de cabrón” – y eso no tiene porqué ser malo. Sólo tienes que asumirlo para ser feliz
Serás hijo de puta… - pensé sonriéndole como un idiota – y lo dices tú que le pareces a Grego Samsa después de su metamorfosis
- mírame – me decía – yo soy feliz
- ¿tú qué vas a ser feliz? – le dije muy serio, y cabreado – tú eres un farsante, capaz de cualquier cosa por tal de sacarme los cuartos
- está bien – me dijo, observando que me empezaba a impacientar – empecemos de cero
- ¿qué quiere decir?
- que hagamos como si no nos hubiéramos visto nunca… como si fuéramos dos desconocidos
- está bien – y aproveché para hacerle caso. Salí. Me marché y siguió siendo un desconocido. Era el tío más falso e hipócrita que había conocido en mi vida.
Vamos, que si la cara es el espejo del alma, la de ese tipo era el espejo retrovisor…
3.
En fin… Permite que me presente. Todo el mundo me conoce por “Elade”, que no es mi nombre real, como habrás supuesto. En realidad me llamo José, pero todos me llaman así, que es la cruel abreviatura de “el adefesio”. Así es como me llamaban en el barrio cuando era un chaval.
Reconozco que mi incultura me hizo disfrutar del nombre en un principio. En un barrio tan pobre e inculto como el mío no había calificativos más allá de el feo, la cosa, o, el siempre original, monstruo.
Adefesio me sonaba a dios mitológico, a personaje de cómic. Y un adefesio no podía ser algo feo, sino algo más bien mágico y gigantesco.
Después, en el colegio, descubrí que no era así.
Y es que en mi barrio éramos como los escultores… vivíamos en la edad de piedra.
Pero es verdad que siempre he sido bastante feo. Más que feo… horroroso.
Hay feos graciosos. Hay feos guapos. También los hay locuaces y con personalidad, capaces de borrar su aspecto, pero yo soy de esos que dan miedo.
Si hasta mi madre me utilizaba para dar miedo a mis hermanos.
- Si no os dormís pronto – les decía – os mandaré a dormir a la habitación de “Joseíco”.
Y los cabrones se callaban, se acurrucaban entre sus mantas y no volvían a protestar.
Yo dormía solo, y mi fealdad iba haciéndose supina, alimentándose a base de desdén y de rechazo... incluido el de mi propia madre.
Hay una frase que dice que a nadie le huelen sus peos ni le parecen sus hijos feos… Mi madre, como siempre en su afán de no destacar por encima de los demás, cumplía la regla al cincuenta por ciento…
Ya cuando nací, el médico le dijo a mi madre que lo sentía mucho, que habían hecho todo lo posible pero...
- Doctor – le dijo mi madre muy seria, aún presa del cansancio posparto – dígame la verdad
- señora, no hemos podido hacer nada… Sigue vivo. Lo siento
- pero… ese ruido de antes… ¿se les ha caído de la camilla?
- sí, pero no ha pasado nada… no se ha arreglado ni un pelín. Ha nacido así, y no intente denunciarnos porque tenemos todo grabado en video.
La incrédula matrona – hasta ese día juraba haber visto de todo - me pellizcó para que llorase y lo consiguió, por lo menos en cuanto al sonido, porque lágrimas no derramé ni una por culpa de una deshidratación.
En cambio, quienes presenciaron mi nacimiento no dejaron de echar lágrimas. Ya es triste sentir pena por un bebé aparentemente sano.
Dicen que hasta las madres que perdían a sus hijos se acercaban hasta mi habitación para sentirse mejor.
Mi madre dicen que lloró y lloró cuando me cogió entre sus brazos. Yo buscaba su pecho. Ella cerraba un ojo, luego otro… y seguía llorando.
Mi padre hacía rato que se había ido a trabajar. Él mismo derogó el permiso de paternidad que le habían concedido.
- ¿Qué haces aquí, Miguel? – le preguntaron en la obra
- ¿y qué quieres? – dijo él - ¿Que me quede a celebrarlo?
- pues claro hombre… ¿hay algo más hermoso que un hijo?
- sí
- ¿el qué? – le preguntaron los amigos, algo extrañados
- tú mismo, esa hormigonera, la grúa esa… es que no lo habéis visto. Pero tranquilos, oiréis hablar de él… os lo aseguro.
Cuando mi madre me vio, allí, en aquel quirófano sin luz, tuvo su primera duda. Por suerte los doctores no le dejaron elegir entre la placenta o yo.
- La placenta puede ayudarnos en nuestras investigaciones – dijeron los doctores - en cambio el chaval no nos sirve para nada. Será de más utilidad en su casa
- algo podrán hacer con él – dijo una de mis tías
- si al menos estuviera muerto podríamos hacer algún uso. Pero así… ustedes me dirán.
Siempre que mi madre se enfada conmigo, que es a diario, recuerda aquella placenta…y habla de ella como ese hermano que nunca tuve y al que tanto añora.
Los primeros tres años de mi vida fueron los mejores, sin duda alguna.
Si bien no guardo ningún recuerdo especialmente bueno, tampoco tengo uno solo malo. Tampoco hay fotografías, ni videos… nada. Y yo imagino esa época como feliz, al menos para mí. Para mis padres sé que no lo fue.
Por suerte en casa me crié como uno más. Y lo pasé bien jugando en esa casa tan grande, con ese jardín…
Ya te digo que los otros perros nunca me trataron como a un diferente. Y eso que tenía la suerte de comer mejor que ellos.
Llámame delicado, si quieres, pero nunca me gustó ese pienso multicolor. Yo prefería las sobras del almuerzo de mis padres y hermanos…. Algunas hasta llegaba a tomarlas calientes aún.
- Nunca me gustó destacar – me decía siempre, sin contemplaciones, cargada de odio y rencor – y por tu culpa no hago otra cosa que llamar la atención allá por donde paso. ¿Es eso justo?
- ¿me lo preguntas a mí? – pensaba yo - ¿y qué culpa tengo yo?. Según el cura del barrio la culpa era vuestra… un castigo divino por una mala obra.
Digamos que Dios se cebó conmigo… o se despistó en el reparto de bienes. Ese día estaría de mal humor con la humanidad y tuvo que tocarme a mí ser yo. ¿No es mala suerte?.
Después de esa discusión con mamá lo pasé tan mal que hasta pensé en el suicidio por primera vez. Lo intenté… pero tuve que dejarlo porque estuve a punto de matarme.
No fui al colegio hasta que cumplí los cinco años. Y porque un inspector acudió a casa a obligar a mis padres.
- No nos juzgue – le dijo mi madre – no somos malos padres
- le creo, señora, le creo – dijo el agente, sin dejar de mirarme - ¿saben ustedes que nuestra institución dispone de psicólogos y psiquiatras que podrían ayudarle?
- si el niño es feliz… no necesita ayuda – dijo mi inocente madre
- no lo digo por el niño…lo digo por usted, y por su marido. No dude en llamarnos.
Así que al día siguiente fui al colegio.Volví pronto. Antes del recreo, creo.
No volví a ir por mi bien. De todos modos – me dijo mi madre, siempre pensando en mí… y también en los demás – la escuela es para los listos… Y al cole se va a pasarlo bien
- pero si yo me lo paso bien en el cole – le dije
- tú sí… pero ¿qué hay de la otra mayoría de la clase? Tenemos que pensar también en ellos. No podemos ser tan egoístas…
Ahí empecé a sospechar que mi fealdad podía llegar a ser un auténtico problema, y, seguramente, la razón por la que todo el vecindario, la familia, y hasta los animales, me daban de lado.
En esta vida o eres guapo o listo – me dijo una vez mi madre, muy seria
- ¿Y yo qué soy? – pregunté esperanzado
- tú serás siempre tú - contestó desviando la mirada, con su habitual dejadez
- ya, pero… ¿en qué categoría entro yo?
- tú no entras en categorías – dijo mi padre, hablándome por primera vez en mucho tiempo – si un acaso… tú pertenecerás a una raza
- ¿una raza?
- ni eso – dijo, bebiendo de su cerveza e ignorándome de nuevo – porque nosotros no tenemos pedigrí.
Ahí empecé a comprender porqué no me hablaba ese hombre al que todos llamaban papá. Me odiaba… o por lo menos, me ignoraba.
Un día registrando la cartera de mi padre descubrí que no había quitado la foto del niño que venía al comprarla. De rabia que me dio la saqué para romperla. Mi sorpresa fue mayor cuando vi que la mía estaba debajo. Y del revés.
Para intentar hacerme su amigo fui a buscarle una noche a la taberna. Estaba completamente borracho, y del susto que se dio al verme le dio una angina de pecho.
En la camilla de la ambulancia no paraba de repetir lo mismo: - ¡un extraterrestre… he visto un extraterrestre!.
Juro que nunca beberé – me dije al verle en ese estado.
Mi padre tenía un amigo que era poeta. Él fue el único que me ayudó durante un tiempo. Incluso iba a su casa los fines de semana.
Con él descubrí que podía servir para algo. Resultó que yo – sólo yo – inspiraba al poeta. Y eso me hacía sentir muy bien, que no era poco.
Cuando leí sus poemas vi que realmente lo que le inspiraba era… lástima.
Ahí me sentí tan mal como deben sentirse los ahorcados. No sé cómo explicarlo… Era como si tuviera un nudo en la garganta… y no podía respirar.
Y así transcurrió mi más tierna infancia: encerrado en casa. A veces con mamá… pero la mayoría a solas observando el mundo desde el jardín, o desde la ventana de mi dormitorio.
Escondido tras la cortina de mi ventana veía a mis vecinos jugando en sus bañeras con animalitos de plástico, de todos los colores, de todos los tamaños.
Yo siempre me conformé con esa vieja radio y el tostador. Pero siempre se apagaban al meterlas en el agua.
Y mis padres se enfadaban. Y yo no lo entendía porque les decía que siempre pasaba lo mismo, que las rompía. Aun así me volvían a dar otra… y otra más. Tuve más de diez radios diferentes en un mes… pero no eran muy buenas.
O eso, o los tostadores solo servían para hacer tostadas… Porque ahí sí que funcionaban bien.
Mi hermana, en cambio, tenía balones, bicicletas, cometas… juegos con los que podía practicar al aire libre y compartir con los vecinos.
A mí me estaba prohibido… por mi enfermedad.
Desde mi ventana les veía jugar, y disfrutaba observando su felicidad… y les envidiaba.
Aun así, allí arriba, escondido tras la cortina, era feliz.
Todo hermano debe interesarse por una hermana. Y más si esa hermana era la de mi vecino.
María Castillo… morena, alta, guapa, de voz angelical. Me enamoré. Yo tendría nueve años, y no pocas arrugas ya. Ella tendría quince, unas piernas de ensueño y unos pechos turgentes que querían escapar de esas ropas ceñidas que siempre vestía.
Observándola a diario fantaseaba con ella… pero mi apasionamiento no duró mucho.
Ella entró un día en casa a coger una pelota que se había colado en el jardín. No me dio tiempo a esconderme. Yo estaba jugando con el perro… ¡y me vio!.
Pobre… qué susto se llevó. Salió corriendo mientras gritaba a mi hermana:
- ¡El chupacabras… he visto al chupacabras… y se está comiendo a tu perro!
Un nuevo trauma invadió mi vida, y solo pude refugiarme junto a los pinceles de mi amigo el poeta.
- La belleza no da la felicidad – me decía mientras escribía
- ya – contestaba yo – pero la fealdad sí que conlleva la tristeza
- bueno, pero tú no tienes la culpa de eso
- ¿y de quién es la culpa?... ¿de Dios?
- pues sí. Yo creo que eso es una lotería. Cuando nacemos a unos toca la cara de Brad Pitt mientras que a otros les toca la de Danny de Vito. A unos les toca el culo de Banderas y a otros el de Chiquito de la Calzada…
- ya, pero es que a mí me tocó la cara como el culo de Chiquito
- pues sí es verdad. ¿Ves?... te queda el sentido del humor
Cuando salía de paseo con mamá (que era muy pocas veces) por lo menos le evitaba tener que estar corrigiendo como a las demás mamás del parque.
A mí, como sucedía con tantos otros niños que llevaban melenita, por lo menos nunca me confundieron con una niña.
Al verme todo el mundo sabía que no podía ser una niña. Al menos lo suponían. Claro que muchos otros tampoco parecieron tener muy claro que fuera un niño… ¡Cabrones!.
Fue cuando cumplí los diez años cuando pude escapar de casa y salir casi a diario. Como me dejaban en el jardín trasero, jugando con los perros, nadie me echaba de menos hasta la hora de la cena.
Salía por el parque, iba hasta el arroyo, y me encantaba ver jugar a fútbol. Yo habría sido un buen defensa. Al menos eso decía mi primo. Según él, la regla básica para serlo era intimidar… y yo de eso sabía un rato… Y casi sin esfuerzo.
Con diez años, en una de mis salidas, unos tipos me secuestraron.
Vinieron por detrás de mí, y sin decir nada, me pusieron un saco sobre la cabeza y me metieron en una furgoneta.
Cuando me destaparon se llevaron un buen susto.
- ¡Joder! – gritó el jefe de la banda al verme – ¿y ahora a quién le pedimos la recompensa? ¿al zoológico?.
Estuve dos días encerrado, sin visitas, a oscuras… ninguno de ellos se atrevía a acercarse, y es que estaban convencidos de que lo mío era contagioso.
Llamaron a mis padres para pedir un rescate. Mi padre les dijo que si fuera navidad lo que les daba sería el aguinaldo… como agradecimiento.
Para que creyeran que iban totalmente en serio les dijeron que me arrancarían un dedo para enviárselo.
Los secuestradores me contaron después que mis padres no les creían, y que les pedían más pruebas.
- ¿Qué clase de pruebas? – preguntaron
- no sé… ¿un riñón… el hígado? – dijo mi padre.
El pobre secuestrador dijo que si ya era feo por fuera, a ver quién se atrevía a abrirme y mirar por dentro.
- Este en lugar de riñones tiene cojones de tener criadillas… ¡qué asco!
Como mis padres no estaban dispuestos a gastar dinero me soltaron.
Llegué a casa… Pero no se pusieron muy contentos al verme…
- ¡Mamá, papá! – les grité emocionado– he conseguido escaparme
- ¿ves como te dije que teníamos que haberles dado algo de dinero? – dijo mi madre, devolviendo la mirada a la sopa
- si se lo ofrecí – dijo mi padre – pero dijeron que ellos no tenían una guardería y que no pensaban quedárselo más tiempo
- si es que la gente está perdiendo todos los valores – dijo mi madre finalmente, levantándose, dirigiéndose hasta mí, y dándome un leve beso en el hombro. Nunca me lo daba en la cara, y eso empezaba a mosquearme
- ¿has comido algo estos días?
- no
- pues acuéstate y mañana desayunas un buen vaso de leche. ¡Hale, a dormir!
Viendo que mi vida se iba al traste obligaron a mi hermana a sacarme a la calle. Y me sacaba, pero de una manera cruel.
Siempre que iba yo no jugaban a ningún juego divertido. Sólo jugábamos a escondite. Yo me tenía que esconder. Y era el mejor de todos. Nunca me encontraban detrás del río. Más tarde comprendí que es que ni siquiera me buscaban.
Y me dio igual porque allí encontré un perro muy feo que se hizo amigo mío. Al llegar al barrio su dueña me dio un euro y muchas gracias.
El perro llevaba perdido varios días, y era la única compañía de la mujer.
Viendo que los amigos de mi hermana no me aceptaban decidí ganarme un dinerito extra paseando los perros de algunos vecinos.
Decían que era el mejor paseador de perros. Y era verdad. Los animalitos se asustaban tanto de mi cara que no se atrevían a mirar atrás y siempre andaban y andaban.
Cuando se los devolvía a sus dueños se tiraban a por ellos como si llevaran años sin verse. Realmente asustaba hasta a los perros, y eso que algunos eran tan feos como yo.
Un día iba con el perro de la vecina, una viejita adorable, y que me pagaba bien.
De pronto se nos acercó un doberman, empezó a oler al perro. Yo estaba tranquilo, pero poco a poco fui asustándome porque ese doberman estaba intentando montarlo.
Fue allí donde comprendí que Botito, en realidad era Botita… Pero yo no lo sabía. La Señora Gertrudis tampoco lo supo hasta un tiempo después.
El espectáculo era horroroso, y viendo que la pobre perrita estaba sufriendo las acometidas de aquel salvaje decidí intervenir.
Pero el doberman no estaba dispuesto a parar. Tuve que tirarle del rabo con todas mis fuerzas, y los dos caímos al suelo.
Cuando se levantó se abalanzó sobre mí como una bestia y empezó a morderme y arañarme por toda la cara.
Por suerte el dueño acudió rápidamente y el perro me soltó. El dueño, que no me conocía, se asustó al ver mi cara desfigurada y sangrando.
El dueño era uno de los mafiosos de la ciudad, y me ofreció doscientas mil pesetas de entonces si olvidábamos el tema.
Yo, aún asustado, pero sabiendo que tenía mucho menos de lo que él creía, acepté, y él me dio el dinero y me dijo que me debía un favor.
- Muchacho, acude a mí cuando tengas un problema. Me llamo Capo, ¿me conoces?
- no – dije cubriendo mi cara para que no viera que mi fealdad no era culpa del perro
- soy el Señor Capo, para lo que gustes. Seguro que tus padres sí que me conocen.
Yo me fui con el dinero y se lo di a mis padres. Por fin una sonrisa de ambos, pero ni siquiera se dieron cuenta de la sangre de mi cara. Para ellos sería como si me hubiera salido una espinilla, o algo así.
Para colmo el puto doberman dejó preñada a la perra de Doña Gertru – al animal digo - y ahora tengo tres chuchos sin raza porque la vieja se empeñó en que ese no era su perro.
- Mi perro era macho. A mí no me engañas… ¿te crees que estoy ciega? – me dijo hablando con el perchero, cargado de abrigos y sombreros.
Dicen que el dinero no trae la felicidad, pero mientras duraron esas doscientas mil pesetas – que fue poco – yo fui feliz. Me trataron como a un igual. Si hasta me creí guapo…
10
Me gané durante un tiempo un dinerito extra por hacer un trabajito que – según mi propio tío – sólo podía desempeñar yo. Y eso me hacía sentir muy bien. Por fin había algo para lo que valía sin importar mi aspecto físico.
Mi trabajo consistía en entrar al jardín de un amigo suyo y pasear por él durante varios minutos con un saco vacío sobre mi espalda. Después salía. Sin más.
Una semana después mi cruel hermana me contó el secreto de mi trabajo. El amigo de mi tío me llamaba para asustar a su hija cuando desobedecía.
Ellos me miraban por las ventanas y luego me iba. Todo empezaba a encajar… que no hubiera nadie, el saco, mis paseos haciendo como que buscaba algo…
para su hija yo era el coco, o el tío del saco.
Si había una época en la que más tranquilo estaba era, sin duda, en carnavales. En esos días de fiesta podía pasear entre la gente, siendo uno más, e incluso haciendo gracias.
Llegué a ganar un premio al mejor disfraz. Después me lo quitaron.
En mi pubertad me sentí más solo que nunca… pero era feliz.
Todo acabó cuando descubrí a mi vecina desnuda.
Mi vida sosegada acabó de repente. Solo deseaba estar a su lado, besarla, hacerla mía… y tenía que conformarme con imaginarlo en mi triste soledad. Después descubrí que a esa edad todos hacían lo mismo… incluso los más guapos.
¿Y lo que ahorré en espuma y maquinillas de afeitar? Mientras todos se afeitaban, casi a diario, para ocultar esos pelitos que afeaban sus rostros, el vello facial servía para ocultar parte de mis defectos.
Otra cosa de ser tan feo fue que nadie se fijó jamás en los pelos de mi nariz ni en los de mis orejas. ¡Y en verano era igual si estabas gordo o flaco, moreno o blanco!
Y que fuera bajito tampoco importó jamás. En cambio a mi primo, que era muy guapo, pero más bajito que yo, las chicas le decían: “qué pena, con lo mono que es”.
A mí, en cambio, ni mú.
11.
Ya cuando crecí y me hice mayor de edad murieron mis padres y mi hermana.
Fue todo tan extraño… Recuerdo que hasta el agente que se encargó del caso me dijo que él creía que mis padres se habían quitado del medio. Pero no como pensaba.
Según él, mis padres no estaban muertos. Se habían fugado. Pero ¿a dónde?... ¿por qué?
El día que cumplí los dieciocho tuvieron un misterioso accidente con el coche.
Por suerte me dejaron todo arreglado. La casa a mi nombre y un buen dinero para ir tirando durante muchos años.
Lo más raro es que aún no han aparecido los cadáveres.
La verdad es que tampoco les eché mucho de menos. Seguía viviendo igual pero sin oírles hablar o discutir. También dejé de oírles insultarme, y los lloros de mi madre.
Seguí viviendo solo, jugando solo, haciendo todo solo.
Por primera vez en mi vida fui a un parque de atracciones. Al entrar en La Casa del terror tuve tanto éxito que el director me ofreció un contrato fijo. Ganaba poco, pero me gustaba asustar a la gente a cambio de dinero.
El problema llegó cuando un pobre hombre murió del susto. Entró con su hijo, y el pequeño se asustó tanto tanto que el pobre hombre se acercó hasta mí para explicarle que era una careta.
Aún recuerdo al pobre hombre tirando de mi cara una y otra vez. Cuando se dio cuenta de que no era una máscara se llevó tal susto que le dio un infarto. Murió al día siguiente, y a mí me echaron.
Y como buen feo empecé a cultivar mi sentido del humor. Esa sería una buena salida, una ventaja por fin al ser feo.
Por más que veía en la tele jamás vi a un humorista guapo. ES más… cuanto más feo más gracioso.
Pero gané poco dinero porque en la radio pagaban mucho menos.
- Lo siento mucho – me dijo el productor de aquel programa de chistes de la tele – lo haces muy bien, y nos vendrían bien tus chistes pero es que no enamoras a la cámara y no queremos perder audiencia.
Así, durante un año trabajé como guionista. Desde casa. Me dijeron que allí me concentraba mejor, pero yo creo que era para que nadie me viera entrar en sus estudios.
Cuando fui a renovar mi contrato había un nuevo jefe. Estaba todo preparado para firmar, pero al verme se fue todo al traste.
- Habíamos pensado pagarte más… pero ahora que te veo ¿no serías tú quien debería pagarnos a nosotros por tenerte entre nosotros?
- no le entiendo – le dije algo molesto
- sí, que las cosas han cambiado. Vamos a revisar de nuevo el contrato y ya te llamaremos.
Cuando me llamaron, una semana después, me recortaban el sueldo un cincuenta por ciento. Los muy hijos de puta me pusieron un plus de peligrosidad y riesgo. Decían que la empresa asumía un riesgo por tener a alguien como yo en su nómina.
En el contrato decía exactamente: “el contratado se hace cargo de cualquier altercado, enfermedad, o ataque al corazón de cualquier cliente o compañero de trabajo, y de todos los gastos hospitalarios. O bien accede a una cláusula adicional como seguro”.
Me fui de allí. Un mes después, un amigo de La Casa del Terror, me ofreció un trabajo.
Solo tenían que hacerme unas fotos y me pagarían casi tres mil euros. No lo dudé.
Cuando salió el cartel y lo vi colgado en las calles me emocioné y todo. Por primera vez en mi vida me veía bien.
En el cartel aparecía mi cara, sin ocultar siquiera mis arrugas y sus pelos, y con un titular sobre la foto, a favor del aborto libre.
A mí me daba igual. No estaba yo ya para historias de política o religión. A mí lo que me interesaba era la pasta, aunque fuera a costa de mi propia imagen.
De todos modos, esta la perdí el mismo día que nací.
Mi cara ocupaba todo el cartel, y sobre mi pelo este eslogan:
“Sí al aborto libre. ¿De verdad creéis que Dios querría que esto existiera?”.
Con el paso del tiempo lo único que siempre he echado en falta es la compañía femenina en mi cama.
Y es que ligar no he ligado nunca.
Lo más cerca que estuve de ello fue gracias a un guapo amigo. Pero, como siempre sucede en mi vida, todo salió mal.
Mi amigo Jason, con esa mezcla entre lo británico de su padre y lo andaluz de su madre, guapo a reventar, me utilizaba porque él era muy tímido para romper el hielo... y para eso nada mejor que un punzón como yo.
Yo hablaba con la chica que le gustaba (que solía ser un cañón). Si la joven se quedaba era porque sabía que detrás de todo estaba él, siempre esperando en la distancia.
Al final se la tiraba él pero era yo quien andaba con ella toda la tarde.
Y es que era horrorosamente guapo el muy condenado… Tanto que esas chicas eran capaces de aguantarme a mí solo por enrollarse con alguien como él.
Y es que era exageradamente guapo.
Yo no podía dejar de mirarle. Si incluso dormido le miraba, y él me descubrió una vez.
El pobre pensó que era homosexual y que estaba enamorado de él.
Preferí que lo creyera así. Siempre sería mejor que hacerle ver que lo que realmente sentía era odio por su exagerada belleza.
Un día de esos en los que me utilizaba para ligar, sucedió algo extraño.
La chica que le gustaba tenía una amiga. No tan guapa, pero tampoco tan fea como yo. Es más, a mí me pareció la mujer más guapa del mundo, y más cuando mi amigo me dijo que le había causado buena impresión.
- Que majo tu amigo el feo – le decían todas las chicas.
Esta, en cambio, le dijo que le gustaba, que le parecía muy interesante… y yo me lo creí.
La verdad es que lo tuvieron fácil. No estaba yo como para hacer ascos a nada…
En menos de un día me enamoré perdidamente de ella, y todos en el barrio lo sabían. Y se reían de mí.
Jason – el muy cabrón – ayudó también a difundir la buena nueva: “El feo del barrio se había enamorado”.
Así, sin esperarlo, la chica de mis sueños llamó una mañana a mi casa. Me dijo que estaba en casa de mi amigo, que me desnudara, que fuera a su casa, y que tendría una sorpresa.
- "Ven a casa de Jason, que no hay nadie".
- ¿es una broma? – le pregunté emocionado - ¿me estás engañando?
- no te estoy engañando. Desnúdate y ven. Estoy sola. Cuando vengas no habrá nadie…
Cuando llegué a su casa no me sentí mal… si acaso un poco defraudado. Después de todo no me había engañado. Efectivamente, allí no había nadie, pero mi puerta se había cerrado y no tenía llaves porque estaba completamente desnudo.
Lloré un poco… pero sólo un poco.
Los vecinos no me abrían sus puertas y tuve que salir a buscar ayuda.
Todo el mundo se reía, pero solo al verme de espaldas. Cuando me volvía todo eran
gritos de pavor. Hasta tuvo que venir la policía para llevarme a comisaría.
Cuando regresé de la comisaría todo el barrio reía a mi paso. El mismo Jason, ese que creía mi amigo, se reía desde la puerta del bar, acompañado de su novia y esa que creí capaz de conquistar.
Sus risas hicieron más daño del que yo mismo hubiera imaginado.
Cansado de una vida tan perra como mi infancia decidí subir al tejado del edificio y saltar. ¿Para qué seguir con esa farsa que era mi vida?
Quien fuera el que estaba escribiendo mi historia se lo estaba pasando “pipa” a mi costa, pero yo ya no tenía fuerzas para seguir actuando…
La expectación era máxima. Allí estaba congregada media ciudad, y yo era el protagonista… El triste protagonista otra vez…
La policía eligió a un agente para que subiera a ayudarme, a hacerme desistir.
Cuando subió me hablaba con delicadeza. Yo estaba desnudo. Me había quitado la gabardina que me prestaron en la comisaría, y, subido a la barandilla, reuní fuerzas para saltar.
- No saltes – me decía el joven y temeroso agente, observando mi cuerpo desnudo
- nada tiene sentido – le dije yo, sin volverme en ningún momento
- sí hombre, la vida es muy bonita. Además, eres joven aún y tienes muchas cosas que ver y hacer aún
- lo siento, voy a saltar
- no lo hagas – me gritaba nervioso
- sí – le dije volviéndome, observando cómo se horrorizaba al verme – soy tan feo que doy asco a todo el mundo. Nadie quiere ser mi amigo… ¿lo entiendes ahora?
- ¡joder! – fue lo único que acertó a decir
- ¿comprendes ahora? – le pregunté mientras él me miraba
- ¡preparados… listos… - dijo señalando sus palabras con el ritmo de sus dedos
- ¡salta!
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